'Babylon'. Damien Chazelle

Babylon (Id, Damien Chazelle, 2022), supone un paso adelante en la, por otro lado, continuista, carrera de su director. En ella, mezcla los elementos que ya ha establecido como propios en anteriores propuestas: la música como motor de la trama, la historia del cine como elemento de interés, seres movidos por profundas obsesiones o una puesta en escena que extrae la emoción de los hechos y no de los personajes. Todos ellos, elementos que ya había puesto en pantalla en sus anteriores cintas, y que, aquí, mezcla para dar forma a una mastodóntica producción que, pese a la sinergia, acaba poseyendo las mismas virtudes y los mismos defectos de estas. 

Se trata de una historia, la de la industria del cine de los años veinte y, concretamente, el paso del silente al sonoro, que Chazelle lleva queriendo plasmar en pantalla desde hace más de quince años. Tiempo que ha invertido en investigar y documentarse concienzudamente sobre el aspecto estético y la cultura de la época, a fin de alejarse de forma consciente de los clichés visuales establecidos en el imaginario colectivo, y retratar la época de la forma más sincera posible. Con una estética conscientemente desatada, cabe preguntarse si, en su interés declarado de alejarse del tópico, no haya caído en el extremo opuesto, aportando elementos, conductas o formas de actuar, propias de una época décadas posterior a la que pretende retratar. 


Aún siendo esto cierto en buena medida, pasa por alto ante la espectacularidad de su propuesta. Comenzando por la larga escena inicial de la fiesta, plagada de vicio y desenfreno, con una puesta en escena digna del Baz Luhrmann más desatado; y pasando por las secuencias que recrean el rodaje de varios filmes de la época muda, caóticas, vertiginosas y tremendamente divertidas. La oferta estética de Babylon es, sin duda, el gran elemento de reclamo de una cinta que, en lo dramático, aunque menos arriesgada, presenta algunos temas interesantes. 



Chazelle plantea una visión pesimista de la industria del cine. Un Hollywood lleno de perversión y desenfreno en lo exterior, pero también de hipocresía moral y falta de empatía en lo emocional. Durante buena parte de la cinta, el Hollywood que se refleja en pantalla es brillante, lleno de estrellas rutilantes que disfrutan de una vida de fama y lujo. A este respecto, uno de los personajes clave es James McKay (Tobey McGuire) que entra en escena en el último tramo de la película como un bisturí, seccionando ese mundo ideal que hasta el momento se había presentado, y dejando al aire sus entrañas. El submundo que introduce McKay puede entenderse como la alternativa desquiciada y perturbada de ese mundo sublime poblado por Jack Conrad (Brad Pitt), Nellie LaRoy (Margot Robbie) o Manny Torres (Diego Calva) pero, quizás, más acertadamente, como un mero reflejo (no tan) distorsionado del verdadero alma de ese Hollywood. Los freaks que anidan esa barraca de feria que visita McKay pueden entenderse así como la cara invisible de las estrellas que se han visto hasta el momento. Un grupo de seres rotos, convencidos de habitar en el lugar más maravilloso del mundo, pero que únicamente se sostienen gracias al inestable castillo de naipes erigido gracias a la fascinación que ellos mismos emanan. Cuando esta fascinación comienza a decaer, en este caso debido a la llegada del cine sonoro, el castillo comienza a tambalearse, y todas aquellas estrellas dejan de brillar y se apagan de forma ineludible. Destaca, a este respecto, la insistencia con la que Conrad repite una y otra vez que el trabajo que hacen en Hollywood importa, agarrándose a una relevancia auto-ideada como elemento de flotación. Si el futuro de los protagonistas fuese diferente al final de la cinta, casi se podría ver a los tres ejerciendo su arte en esa barraca de marginados sociales, ante los aplausos entusiastas de James McKay. 


Continuista con su estilo narrativo, Chazelle toma una posición en tercera persona a la hora de abordar el relato emocional de la película. El director ejerce su crítica de la industria de los años veinte —y, por ende, de la actual— desde una posición alejada de los personajes. Muestra lo que acontece sin involucrarse personalmente con sus protagonistas. En lugar de juzgarlos, los ubica dentro del plano y permite que se desarrollen, y que sea el espectador quien emita el veredicto. Esta forma de filmar, ya apreciable en First Man (El primer hombre) (First Man, 2018) o en Whiplash (Id, 2014), no debe confundirse con falta de emoción. El sentimiento está presente, pero Chazelle, sencillamente, opta por no hacer de él el centro de su foco. La trama avanza a pesar de los sentimientos de los personajes, sin detenerse en ellos más allá de lo necesario. Interesa más al cineasta mostrar de forma convincente lo que ocurre, que profundizar en el efecto que esto tiene en la psique de quienes lo viven. Muchos de los momentos de mayor calado emocional ocurren fuera de plano, Chazelle inicia la acción en pantalla, para dejar que se desarrolle y encuentre resolución fuera de ella. Así ocurre con la conversación entre Conrad y la periodista Elinor St John (Jean Smart), en la que tras recibir una serie de verdades sobre su carrera, este sale de la habitación, a recibir su impacto fuera de la vista del espectador; o, sin ir más lejos, el final de prácticamente todo el casting principal, que tiene lugar, siempre, fuera de plano.



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